martes, 7 de septiembre de 2010

Independencia por fin


Mañana ya me voy, y como allí no tendré internet hasta dentro de un par de semanas, me quería despedir de vosotras. El peso va bien dentro de lo que cabe: aunque he tenido unas cuantas cenas de despedida, estoy en 57'3. Como empiezo el día 13, todavía tengo unos días para llegar a los 54. ¡Espero bajar esos 3 kilos! Gracias a Dios que Katherine nos dejó su dieta proteica y me está ayudando bastante (aunque me empiezo a cansar de comer todos los días pollo xD).

Bueno, chicas, hoy no me enrollo. Me voy a hacer las maletas, que aún me queda casi todo por empaquetar (soy un desastre...).

¡Hasta pronto! Un besito.

viernes, 3 de septiembre de 2010

He crecido ^^


1'69 centímetros me dijo ayer la báscula de la farmacia, dos más de los que pensaba que tenía. Y 57 kilos, según la misma. Mi meta de 54 kg para el día 13 es un poco imposible, aunque no será por no intentarlo.
Me quedan 5 días para irme de casa, ¡viva, viva! Pero esta semana me trae un millón de calóricas fiestas de despedida: con un grupo de amigos, con otro, con mi chico, con la familia... Menos mal que cuando esté sola haré yo la compra y no entrará nada calórico en mi cocina. Apuesto a que puedo vivir de calabacín y pepino todo septiembre.

Y como no quiero que la entrada quede tan cortita, os voy a contar un trocito más sobre mí. Retomo donde lo dejé:

Estaba en 2º de la ESO. Tenía 14 años. Había seguido engordando (aunque a mí no me lo parecía) y no medía más de 1'50. Mi padre me pesaba en la báscula de la farmacia cada mes, miraba el papelito y suspiraba. Nunca me decía qué ponía. Su obsesión no era el peso, sino la altura. Todas las chicas crecían y se ponían más guapas, y yo era una masa disforme, gorda y con granos. Claro, él se daba cuenta de que yo no crecía al ritmo de las demás niñas y se preocupaba. Me llevaron al traumatólogo y al endocrino: me dijeron que estaba muy gorda y que presentaba problemas en el crecimiento, es decir, que crecería a los 16 o 17 años. Me resigné a esperar y a seguir gorda.

En primavera, hicimos una excursión para ver el nacimiento de un río. A la hora de la comida, se armó una pelea. Al querer defender al chico que me gustaba de las "barbies", yo me convertí en el blanco de sus burlas. Empezaron a cantar una canción que todavía me hace llorar cuando la recuerdo:
"Eres una obsesa, eres una obsesa, eres una obsesa de la comida..." (Ese año estaba de moda el "Eres un enfermo" de las Supremas de Móstoles, qué le vamos a hacer). Aquella humillación pública, entre una lluvia de "gorda", "gorda" y "gorda", fue coreada por todos y cada uno de mis compañeros. Y los que yo creía "amigos" (menos uno, el pobre JC, que siempre fue un cielo conmigo) se intentaban aguantar la risa.
Llegué a casa totalmente hundida, y me juré que sería la última vez que alguien me llamaría gorda. La última.
Dejé de comer. Casi por completo. Antes podía beberme unos 2 litros de coca-cola normal al día, ya no volví a probarla (incluso a día de hoy me da asco su sabor dulce). Las cosas que antes adoraba, como los bollos o las patatas fritas, dejaron de existir para mí. Me prohibí pasar las tardes lamentando mi suerte y tragando bocatas de beicon. Por que eso era lo que hacía: era una paria por ser gorda, y en vez de ponerle remedio, me refugiaba en la comida. Nadie quería ser amiga de esa gorda rara, y con razón.

Llegó el verano. La ropa se me caía. No me pesaba porque me daba pánico ver los números en la báscula. No quería verlos, no quería convertirme en lo que soy ahora: una persona que se pesa tres veces al día y cuya obsesión es el número que se dibuja en la pantalla. No me pesé en todo ese tiempo, no lo necesitaba: empezaba a ver cómo se me borraba la panza y cómo empezaba a tener cintura. ¡Yo, cintura! ¡Era increíble! ¡No sabía que yo tuviera de eso!

Mis padres se daban cuenta, pero no decían nada, porque yo estaba MUY gorda y querían que adelgazase. Siempre recuerdo a mis padres llamándome gorda sutilmente (sobretodo mi madre). Todo iba bien: ya era agosto, pronto sería septiembre y podría restregarles a esas hijas de puta todo lo que había conseguido. ¡Muy bien, Ana! Te ha costado muchos días sin comer, muchos vómitos y mucho esfuerzo, pero lo lograste.
Poco antes de que terminara el mes, decidí ayunar por completo hasta que empezaran las clases. Mis padres nunca estaban en casa, así que no veían lo que comía, y mi hermano prefería comer solo viendo los Simpsons. Al sexto día, me empecé a sentir muy mal, pero seguí haciendo ejercicio. Me mareaba, tenía nauseas, me dolía mucho la cabeza y la tripa. Iba a comerme una manzana para que se me pasara, estaba en la cocina al lado de la mesa, cuando se me nubló la vista y me sentí caer. Me desperté en el hospital. Mis padres se debatían entre las ganas de hostiarme y la pena que les daba. Les había decepcionado y les había puesto en ridículo como padres, además de ponerme en peligro a mí. Todo se descubrió: vieron que estaba al borde de la anemia y de la desnutrición y que tenía la garganta destrozada por el vómito. Me querían llevar a la planta de psiquiatría, pero como mi madre es enfermera, convenció al médico para que me dejara irme a casa, ella me cuidaría.
No me cuidaron, me atiborraron. No me dejaban ir al baño sola ni dejarme nada en el plato. Y si me tenían que hostiar para que comiera, lo hacían (sobretodo mi madre). Me sentía tan triste que acabé cediendo y volviendo a refugiarme en la comida. Y engordé: no lo recuperé todo, pero sí mucho. Hasta que tres años después, un 30 de noviembre de 2008, me miré al espejo y me horroricé. Y por primera vez en mi vida, me subí voluntariamente a una báscula.

Otro día sigo. Me voy a leeros.

Un besito.